sábado, mayo 26, 2007

Asegurada de incendios

Vivo en un Palacio. Y con esta afirmación no pretendo incursionar en una metáfora sobre las bondades burguesas de mi nueva morada.

Literalmente vivo en un palacio.

Su creación data del siglo XXIX y ha pertenecido a unos marqueces que -homenajeando su generosidad paterna y su buen gusto para invertir el dinero en diseños arquitectónicos de estilo italiano- se lo habrían regalado a uno de sus hijos en honor a su emancipación.

Como decía, vivo en un palacio.
Actualmente, diseccionado en múltiples viviendas despojadas de caracter real y adaptadas a la clase trabajadora mileurista.
Seguramente, mis 35 metros cuadrados correspondan a algún vestidor o la salita de planchado de aquel fastuoso proyecto inicial.

Mi actual palacio posee una rectangular forma equilibrada por cuatro pisos uniformados en tonos pasteles y postigos de madera verde loro.
Internamente, el pulmón está compuesto por un patio-galería que comunica dos calles radicalmente opuestas a través de antiguos y mejestuosos portales de hierro.
Debido a que actualmente la galería explota su actividad comercial con pequeños negocios, las puertas de hierro se mantienen abiertas durante el día.
Por las noches, como un fuerte a punto de ser atacado, estas puertas se cierran para aquellos transeúntes desautorizados.
Sólo los cortesanos poseemos la llave para entrar.


Conocí este palacio sin saber que semanas más tarde, me tendría que preocupar por cómo pagar para habitarlo.
Fue una tarde que caminaba en dirección a Puerta del Sol y al pasar por allí mi curiosidad se topó con un cartel que pregonaba:

"Librería La Tarde: libros antiguos, usados,
descatalogados, de colección y autografiados".

Como era de esperar, mi costado más botellero me condujo a la puerta de una tienda que exhibía desfachatadamente parte de su mercancía sobre unos tablones con caballetes depositados en medio de la galería.

...

Actualmente mi humilde morada no me permite divisar la tienda de libros. Al igual que una de las entradas de hierro, mi ventana da a la calle.
Aunque extremadamente "Real", la calle de mi parte del palacio no es -precisamente- la más glamorosa de Madrid.
"Montera 33", guarda una enorme tradición, sí, pero gracias a sus putas, sus salas de juego, sus hoteles por turno, su boca de metro, su eterna obra municipal en construcción y sus bares habitados por personajes arltianos.
Lo cierto es que puedo entrar por "Tres Cruces" y deleitarme con un estilo más parecido al Madrid de postal, pero en el fondo de mi morbosidad, encuentro en Montera, una entrada más a mano de mi vida: se accede directamente a Gran Vía, a Puerta del Sol y no deja de activar mi asombro y curiosidad por el decadente panorama que veo cada día.


Confieso que en estos cinco meses he visto infinidad de cosas dignas de alquilar balcones (que irónicamente, es lo que vengo haciendo hace cinco meses).
Situaciones que remontan mi contradictoria nostalgia al decadente barrio de Flores a las 3 de la mañana, al horroroso Liniers de las 5 o al peligroso San Telmo de cualquier hora.


Digno de otro post serán las anécdotas acerca de la banda mafiosa de rumanos que regentean a la treintena de prostitutas que vigilan mi morada día a día, las reyertas callejeras, el regateo sexual de viejos verdes y debutantes turistas, las poses fornicadoras divisables desde mi ventana o los travestis argentinos que con su teatralidad exacerbada lideran los escándalos de cada noche.


A cuento de toda esta larga descripción, venía en realidad, mi sutil indicación acerca de un comportamiento que vengo observando y encontrando formidablemente llamativo, -y que demuestra cómo la vergüenza más infantil se hace incluso presente en un barrio tan desvergonzado como el mío- cuando cada vez que entro a mi galería encuentro a algún tímido buscador de sexo que a pesar de estar rodeado de una extensiva y variada oferta de carne, se concentra en leer el cartel de la librería, para simular que lo suyo es la aficción cultural por los libros de colección, intentando despejar así cualquier suposición ajena acerca de su profunda condición de putaniero.